lunes, 12 de abril de 2010

lunes, 8 de febrero de 2010

La Disputa por Babel. Multilingüismo y resistencia

La Disputa por Babel. Multilingüismo y resistencia
Gerardo de la Fuente Lora

Publicado en 179 enero 2004 de la Fuente Lora, Gerardo Reflexiones

Existe hoy un multilingüismo de abajo, de resistencia, plebeyo, nómada, astuto, aventurero, sagaz, creativo, productivo. Se trata de la experiencia poiético-lingüística del sobrevivir de los árabes que atraviesan el mediterráneo braudeliano para sostener a las ciudades europeas; de los rarámuri que cruzan el Río Bravo y aprenden el inglés (y se ponen diferentes nombres a lo largo de su vida, en diversos idiomas, sin que nunca nos dejen saber su apelativo originario, maternal). Es también la creación intelectual de los poblanos en Nueva York, la de los vietnamitas en Pekín, de los tzeltales en San Cristóbal: es el esfuerzo de los roqueros de Neza o Senegal que cantan las canciones de U2 o de los luchadores altermundistas que responden a las preguntas de la prensa de todo el mundo; es, en fin, el empeño consciente, festivo y denunciador de Manu Chao o del poeta ghanés Kofi Anyidoho1.
Hablamos de una competencia lingüístico-cognitiva de alto nivel que nace de la colocación de los sujetos en situaciones de alejamiento extremo respecto a sus propios referentes ambientales y culturales, respecto a sí mismos. En muchos casos, es el efecto de sucesos de despojamiento radical, como en la diáspora palestina a partir de 1948 o los desarraigos brutales de tantas acciones de tierra arrasada, comenzando por los secuestros y trasplantes históricos de poblaciones enteras, en los recurrentes episodios de acumulación originaria capitalista.
Sin duda, uno de los efectos duraderos más impresionantes de las sucesivas oleadas imperiales a partir del siglo XVI, uno que sobrevive incluso a los episodios de liberación política o económica, es la sustitución, eliminación o, en algunos casos, la muerte de las lenguas originales de los dominados, la desaparición de sus palabras, de su vocabulario y sintaxis, en la que otrora fuera su tierra. El imperio es, ha sido desde siempre, una empresa de dominación cultural de cuyas complejidades apenas comenzamos a vislumbrar los brotes más superficiales. En sus versiones iniciales, las ibéricas particularmente, fueron éxtasis educativo-salvíficos de pletórica imaginación que construyeron enteramente el objeto a poseer: empeños de denominación que produjeron entidades tan modernas como los indios tal como los conocemos ahora o la propia América y, aunque el acento fuera puesto después en lo económico, y el imperialismo actual haya sido caracterizado por Lenin como el predominio del capital financiero, lo cierto es que las empresas trasnacionales llegaron a las tierras del Sur acompañadas por las escuelas coloniales para los hijos de sus ejecutivos y para las élites locales. Hoy por hoy, la prioridad de la economía ficticia sobre la “real” ocasiona que los sectores más dinámicos de las transacciones internacionales sean precisamente los que trasiegan “bienes culturales” en toda regla: conocimientos, imágenes, sonidos, sabores, texturas, lenguajes.
El imperio llega con su idioma y lo impone como el oficial de su dominio. Los datos son abrumadores. Más del ochenta por ciento de las palabras que transitan por internet lo hacen en inglés, a pesar de que los usuarios hablantes nativos de esa lengua no alcancen a ser la mitad de los internautas2. En algunos ámbitos en particular, como la esfera de la producción científica, la prevalencia del inglés es aún más acusada3. Los índices y las anécdotas sobre este fenómeno podrían extenderse. El lingüista francés Claude Hagege concluye: “Por muchos argumentos que se presenten, la amenaza de muerte que hoy planea sobre las lenguas tiene el rostro del inglés”4.
Hoy, existen en el mundo entre cinco mil y siete mil lenguas vivas, dependiendo la cifra de los criterios que se utilicen para definir esa condición vital. Sin embargo, todos los recuentos parecen concordar en que la diversidad lingüística se habrá reducido por lo menos a la mitad hacia finales de siglo.
El asunto es, sin embargo, extremadamente complejo y la determinación del desfallecimiento de una lengua tiene que superar infinidad de obstáculos y paradojas teóricas y reales. Así, por ejemplo, es cierto que los etnocidios español, inglés y yanqui en América supusieron la eliminación de muchísimas lenguas por la desaparición física total de sus hablantes y, sin embargo, componentes gramaticales, fonéticos, sintácticos y de vocabulario se las arreglaron para colarse y sobrevivir en el propio hablar de los dominadores.
La resistencia de los colonizados invierte las polaridades y la vida cultural de las metrópolis, incluso su lenguaje pasa a depender de la creación de conceptos, perceptos y afectos originados en ultramar. Los trabajos extraordinarios de Edward Said muestran cómo la creación literaria de Rudyard Kipling, Jane Austen o Joseph Conrad abrevan de la potencia imaginaria de unas colonias cuya imagen ellos “inventan”; es cierto, pero los propios escritores realizan sus invenciones reaccionando a la fuerza de una imaginería Otra que por infinidad de vías ha encantado ya a sus sociedades. El fenómeno de helenización sufrido por Roma ante su subordinada Grecia es sólo el caso más sonado de un fenómeno de resistencia y trascendencia de los sometidos, cuyas lenguas y culturas trasminan por las estructuras de los centros. Del empeño por la supervivencia, del afán spinoziano por perseverar en el Ser de quienes han sido destinados, aparentemente, a permanecer sin historia, derivan algunas de las creaciones culturales más importantes de nuestro tiempo: el blues, el jazz, la literatura hispanoamericana, por ejemplo.
¿Podría imaginarse siquiera cuál sería el estatuto del español, su capacidad expresiva, su potencia creadora, sin las aportaciones de las lenguas indígenas que vinieron a dotarlo de una dulzura y una flexibilidad afectiva nuevas? ¿El francés podría tener algún futuro, hoy mismo, si no fuera por la renovación radical de su discurrir que trae consigo la obra de esa pléyade de escritores árabes que escriben en la lengua de Rousseau, Kateb Yacine, Abdelkabir Khatibi, Assia Djebar, Amin Maalouf, Mohamed Dib o el joven marroquí Abdella Taia? ¿Sería algo la filosofía francesa sin argelinos como Albert Camus o Jacques Derrida? ¿Habría algo que decir hoy, en inglés, en relación con la dignidad humana sin los hindúes Amartya Sen y Salman Rushdie?
Los dominados sobreviven hablando su lengua y otras lenguas y ejecutando todas las hablas que hagan falta. Están dotados de una flexibilidad que los lleva a las enunciaciones más improbables, como la del joven escritor palestino Sayed Kashua, autor del texto en hebreo Los Árabes Bailan, quien afirma haber conocido los libros gracias a la lengua israelí y haber aprendido a decir en ese idioma, por primera vez, “te quiero”. Al ser cuestionado acerca de si el hebreo era el dialecto del enemigo, Kashua contestó: “No, es el racismo quien es mi enemigo”5.
El multilingüismo hoy, de una parte de los de abajo, a diferencia del “bilingüismo de desigualdad” de las élites (por utilizar una categoría de Claude Hagege), no se construye sobre la dicotomía simple lengua materna-lengua extranjera ni otorga ninguna prioridad a la una sobre la otra. En la disputa por Babel, los resistentes contemporáneos, los arrojados con más plenitud a la vorágine global, los que viven la experiencia cotidiana de traspasar fronteras, no oponen una dominación a otra ni afirman la autenticidad o los derechos exclusivos de su lengua. No ejercen un nacionalismo de su idioma. Viven una secularización lingüística en la que la comunicación con los dioses puede darse en tantos dialectos como sea necesario.
Quizá haya todavía, es cierto, dominadores y subalternos que se conciban a sí mismos como hablantes, cada uno, de una lengua sagrada, sujetos investidos de intolerancias y deberes sacerdotales que consideran que los impíos no tienen derecho a La Palabra; promotores de una mentalidad monolingüe que a lo mucho aceptan la pluralidad de los idiomas como un estado provisional que habrá de trascenderse cuando las faltas hayan sido subsanadas y se alcance una nueva pureza. Si no puede eliminarse de tajo la pluralidad de las hablas, entonces por lo menos hay que establecer un régimen de tutelajes, de jerarquías y funciones para cada lengua.
En el fondo, se trata siempre, con este monolinguismo añorado, de los bárbaros y nosotros. Muchas élites tercermundistas -políticas, económicas, culturales y académicas- militan en contra de lo que consideran el barbarismo de sus propias lenguas. Tal vez algunos movimientos rurales, centrados en el afán de identidad y autenticidad, podrían describirse en la tesitura de sustituir su código al de los opresores.
Pero para un sector de pobres de hoy, urbanizados y nómadas al mismo tiempo, la experiencia identitaria básica es la no pertenencia fuerte a ningún lugar, la falta de raíces o, mejor, la proliferación de las raigambres. En su libro de memorias titulado precisamente Fuera de Lugar, Edward Said, palestino nacido en Jerusalén con nacionalidad norteamericana que vivió su niñez en Egipto, hace un largo recuento de la experiencia de esta subjetividad, de esta posibilidad de ser un individuo, que se abre para los hombres que hoy por hoy viven saltando fronteras. La suya, dice Said, es la narración de “un no egipcio de identidad compuesta e incierta, por no decir sospechosa, usualmente fuera de lugar y que representaba un personaje sin perfil definido ni rumbo”6.
No hablamos aquí de un avatar personal, de la contingencia singular de un destino individual, sino a la vez de un suceder social, en este caso el desarraigo “común” a todos los refugiados, cuya vivencia general Said describe en los siguientes términos:
“la desolación de carecer de un país al que volver, de no estar protegido por ninguna autoridad ni institución nacional y de no ser capaz de entender el pasado salvo mediante un remordimiento amargo e impotente, ni tampoco el presente, con las colas diarias, la búsqueda angustiosa de empleo, la pobreza, el hambre y las humillaciones”7.
Una experiencia, la del refugiado, la del plurilingue, la del fuera de lugar, que puede ser angustiosa en verdad, aunque es también una situación límite de supervivencia que obliga a la creación, como testifica la elaboración del sorprendente y novedoso análisis crítico-literario del propio Edward Said. El mismo autor que ha descrito dolorosamente su vivencia de descolocación, de ausencia localización, afirma sin embargo, hacia el final de Cultura e Imperialismo, su compromiso con la pluriidentidad:
“Nadie es hoy puramente una sola cosa. Etiquetas como indio, mujer, musulmán o norteamericano no son más que puntos de partida: en cuanto se convierten en experiencias reales hay que abandonarlos inmediatamente”8.
El multilingüismo de los de abajo pasa del sufrimiento del desarraigo a la reivindicación positiva de la no totalización, del no encerramiento en lo que Amin Maloof, libanés escribiendo en francés, ha llamado “las identidades asesinas”9. El poder moderno, diagnosticó Michel Foucault, amarra a los individuos a sí mismos, los ata “a su propia identidad por la conciencia o el conocimiento de sí mismo”10.
Frente al último escondrijo de las identidades sólidas, el multilingüismo de resistencia hace suyas las palabras que en algún momento emitió en francés el escritor griego Vasilis Alexakis: “la lengua materna es la primera lengua extranjera que aprendemos”.
Habrá que estar atentos a la producción, es de suponer creciente, de obras realizadas en varios idiomas a la vez, como por ejemplo la narración Señas de Identidad, de Juan Goytisolo, o el filme La Lección de Tango, de Sally Potter. Pero no sólo en el ámbito de la creación artística el plurilingüismo de resistencia va dejando sus huellas. También lo hace en la esfera política y de construcción institucional, como lo muestra, para no ir más lejos, la consolidación de las autonomías zapatistas que no sólo son regionales, como propugna el antropólogo Héctor Díaz Polanco, sino que están atravesadas por infinidad de lenguas.
Al respecto recientemente, Andrés Aubry narró el proceso por el que un equipo multicultural bajo su coordinación realizó la traducción de los acuerdos de San Andrés a una decena de lenguas indígenas, llevando a cabo un extraordinario suceso de renacimiento a la vez lingüístico y político. El trabajo partió del reconocimiento de que los idiomas que estuvieron sometidos a una condición colonial, rechazados socialmente durante quinientos años, “no pudieron forjar, a diferencia del español, los neologismos que nombraran nuevas realidades sociales, económicas, políticas, jurídicas, federales, democráticas, etcétera, que iban emergiendo”11.
Lejos de limitarse a la inclusión de un glosario, los traductores se dieron a la tarea de organizar lecturas y debates comunitarios sobre sus propuestas de plasmación de los Acuerdos en las diferentes lenguas. La creación de palabras pudo apoyarse así en los mecanismos sintáctico-poiéticos de cada idioma que fueron alimentados directamente por la vida real de los hablantes, en esta sorprendente experiencia en la que se vislumbró, por una vez, la bisagra misteriosa entre lengua y habla.
Destaquemos sin embargo que este empeño creador en defensa de la pluralidad y la igualdad de las lenguas, se apoya en la experiencia del multilingüismo de resistencia de los de abajo. Los indios y las comunidades conocían y habían ejercido, como nos lo demuestran cotidianamente, las realidades de la democracia moderna y el control del poder. Los Acuerdos de San Andrés mismos son un índice de lo que podría significar como enriquecimiento del español la traducción a nuestro código de las palabras de la política indígena. Cuando se transcriben en zoque, tzeltal, o cualquier otro idioma indígena los logros de la lucha del EZLN, no se hace con ello más que devolver a las lenguas americanas su propio florecimiento.
Traspasar fronteras, entonar muchos lenguajes, no atarse uno mismo ni siquiera al habla materna. Esta forma de resistencia y de subjetividad es contemporánea pero acaso tenga una larga historia. Edward Said recuerda que Erich Auerbach, el erudito autor de Mímesis, recomendaba el siguiente párrafo de Víctor Hugo como modelo para aquellos que quisiesen “trascender los límites imperiales, nacionales o provinciales”:
“Quien encuentre dulce su patria es todavía un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño. El alma tierna fija su amor en un solo lugar en el mundo; la fuerte extiende su amor a todos los sitios; el hombre perfecto ha aniquilado el suyo”12.
La perfección es un ideal severo y por lo tanto sospechoso. Alcancemos, sin embargo, la fortaleza necesaria para amar y hablar todas las lenguas.

1 ;Autor de Praise Song for the Land, Sub-Saharian Publishers, 2002.
2 ;Cfr. Joshua A. Fishman, “El nuevo orden lingüístico”, Foreign Policy, 113 (invierno 1998-1999).
3 Cfr. Robert Phillipson and Tove Skutnabb-Kangas, “Sociopolitical Factors and Languages of Scientific Communication”, en Le Français et les Langues Scientifiques de Demain, Actes du Colloque, tenu à l'Université du Québec à Montréal, 19 al 21 de marzo de 1996. Este texto está disponible en la página web del Conseil Superieur de la Langue Francaise de Quebec.
4 ;Claude Hagège, No a la Muerte de las Lenguas, 1a edición, Paidos, Barcelona, 2002, p. 291.
5 “L´hybride sur le cou”, entrevista a Sayed Kashua por Jean Luc Allouche, Liberation, jueves 31 de julio de 2003, p. 28. El libro de Sayed Kashua ha sido traducido al francés, bajo el título Les Arabes Dansent aussi, Belfond, 2003.
6 Edward Said, Fuera de Lugar. Memorias, 1a. Edición, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 2001, p. 90.
7 Ib., p. 162.
8 Edward W. Said, Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996. p. 515.
9 Cfr. Amin Maalouf, Les Identités Meurtrieres, París, Grasset, 1998. Maalouf opina que todos los hombres hoy, de cualquier país, deberían hablar por lo menos tres lenguas.
10 Michel Foucault, “El Sujeto y el Poder”, en Dreyfus Hubert L. y Rabinow Paul, Michel Foucault: Más Allá del Estructuralismo y la Hermenéutica, 1a. edición, UNAM, México, 1988, p. 231.
11 Andrés Aubry, “Los Acuerdos de San Andrés y las lenguas nativas”, La Jornada, México, 30 de julio de 2003.
12 Hugo de St. Victor, Didascalicon, citado por Edward W. Said, Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 514.

SOBRE UN TONO APOCALÍPTICO RECIENTEMENTE ADOPTADO EN LA CINEMATOGRAFIA

SOBRE UN TONO APOCALÍPTICO RECIENTEMENTE ADOPTADO EN LA CINEMATOGRAFIA
GERARDO DE LA FUENTE LORA

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, , Facultad de Filosofía y Letras, Maestría en estética y arte , Av. Palafox y Mendoza 227, colonia centro histórico, C. P. 72000 Puebla, Pue., México gdfl@servidor.unam.mxT

Resumen
En los últimos años ha florecido una tendencia en la cinematografía -holywoodense pero no sólo- que tiene como pieza narrativa central la presentación de algún tipo de apocalipsis cuya consecuencia es la exclusión humana de las ciudades o de cualquier entorno civilizado. Conflagraciones, plagas virales, hecatombes, arrojan a los hombres a vivir en cloacas, desiertos, pasadizos subterráneos. De manera muy notable, los apocalipsis son en general ejecutados por máquinas, físicas, lógicas o virtuales, que toman en sus manos el control del mundo. No se trata, sin embargo, de la vieja narrativa de la rebelión de las máquinas, aquella que comienza con Frankenstein y culmina con Blade Runner. Que los mecanismos se emanciparan fue una obsesión moderna vinculada a la idea de la sociedad como construcción artificial, al iusnaturalismo y al sueño de la revolución. La rebelión de las máquinas de hoy apunta a una nueva forma de socialidad y de poder que, aunque fue presentida por el Marx de los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, resulta inédita en la mayoría de sus contornos.
Palabras claves: maquina, socializad, Apocalipsis, entrópico, input.




Acaso la última gran obra, que culmina la exploración de la novelística decimonónica, en torno al precario lugar del individuo -con su singularidad y sus pasiones- en la ciudad y en la sociedad, sea el film de Ridley Scott, Blade Runner. Ahí, por última vez, como en Frankenstein de Mary Shelly, el drama de las máquinas es el de los individuos. Los androides de una colonia lejana a la tierra se han rebelado y llegado hasta el planeta de su creador, cometiendo infinidad de crímenes en el recorrido, con el solo objetivo de lograr saber cuál es la fecha de su muerte programada. Las máquinas, entonces, no sólo se revelan como finitas, sino aún más humanas que los hombres en la aguda conciencia de su finitud. ¿Saber cuándo llegará la última de las líneas de nuestro personaje en el texto del Gran Rollo - como llamaba Jacques le Fataliste al destino- no es un deseo que podría definir al individuo en general? Y si el creador sabía ese dato, ¿por qué no informárselo simplemente a los androides y permitirles, entonces, habitar en la ciudad? ¿Por qué la criminalización del deseo de saber?.
Hay un salto extraordinario, una ruptura nítida entre el trayecto que va de Frankenstein a Blade Runner, y la saga de nuevos filmes sobre rebeliones de las máquinas que pueblan la cinematografía de los años ochenta del siglo XX hasta nuestros días. Una sorprendente nota común recorre obras diversas: Mad Max -y sus varios remakes- toda la serie Terminator, Doce Monos, hasta llegar a la sorprendente serie de Matrix. Este tipo de cine, cuya primera realización podría remontarse a Star Wars en los años setenta, se caracteriza porque, en todos los casos, el relato hace referencia a una rebelión de las máquinas, que marca un antes y un después, y que no puede ser descrita en términos del vocabulario de la naturaleza humana y sus pasiones. Las máquinas que, en Terminator destruyen la civilización humana, no lo hacen individualmente, sino que actúan como un sistema enormemente complejo, sin centro alguno, y sus operaciones -que no acciones- no pueden describirse en términos de amor, odio, deseo, ambición, alegría, ni nada por el estilo. Tampoco ponen en juego la verdad ni voluntad alguna, ni se afanan en nada, ni se preocupan por la finitud ni por los dioses. La muerte, y toda su constelación lingüístico conceptual, simplemente no tiene nada que ver con la historia que estamos presenciando. Es una destrucción no nihilista, o bien postnihilista, la que tiene lugar cuando la misma voluntad de nada, ha quedado superada. El problema no se plantea ya en términos de si el individuo tiene un lugar, así sea defectuoso, fallido o decepcionante en la sociedad. Desde luego, tampoco se trata de una competencia entre entidades cuasi-humanas por ocupar el lugar central o arquetípico de la individualidad. Todas esas cuestiones han dejado de ser problemas porque, de hecho, se encuentran resueltas: los hombres, simplemente, no forman parte ni de la sociedad ni de la ciudad. Los homínidos se arrastran en cloacas, cañerías, basureros, deshuesaderos, montañas de herrumbre, pozos, catacumbas, o bien desiertos de arenas infinitas como en Mad Max. Su entorno no son los edificios y las construcciones, sino los vestigios, las reliquias en las que se acumulan polvos que forman segmentaciones arqueológicas, distancias temporales inabarcables e impensables.

El de los hombres es una especie de no-lugar en una suerte de no tiempo. La narrativa contemporánea de la rebelión de las máquinas hace referencia a un suceso futuro que paradójicamente ya siempre ha ocurrido. Los paisajes son, en todos los casos, los de después de la batalla. Porque aún cuando algunas escenas puedan desenvolverse en la cotidianeidad tranquila de algún suburbio estadounidense en los ochenta, lo cierto es que esa visión no es sino el marco que, por el momento, el gran apocalipsis ha elegido para seguirse ejerciendo. La contrastación más brutal, la sospecha más grande acerca de que lo real que vivimos no fuera sino una secuela posible de la exterminación ya cumplida, se encuentra en la película Matrix. Ahí, la vida en una ciudad del tipo de las del este de los Estados Unidos, transcurre con toda normalidad sin que los individuos sepan que, en realidad, cada uno de ellos es la encarnación de un programa de cómputo. De hecho, todo lo que conforma el ambiente urbano, el cielo y los vientos, los edificios, calles, automóviles, restaurantes, son simulaciones computacionales que conforman la una y misma matriz. Todo parece igual y, sin embargo, todo ha cambiado. Como hubiera dicho Jean Baudrillard, el entorno, la ciudad, no es que se haya vuelto ilusorio -tal categoría pertenecería todavía al vocabulario de la naturaleza humana que, precisamente, ya no sería aplicable aquí- sino que, al contrario, ha devenido hiperreal: más real que lo real mismo. Los pocos hombres que sobreviven fuera de Matrix, en cloacas miserables, tienen integrado a su cuerpo, en el cuello, un orificio por el que pueden ser conectados a ordenadores y aparatos cibernéticos. Aunque asistimos, al parecer, a una saga sobre la lucha del hombre contra los sistemas, la perforación corporal de los individuos, así como su conectividad directa con los sistemas, nos indican que no es de la humanidad de lo que se trata. ¿En qué época sucede la historia? ¿Cuándo ocurrió la apocalíptica rebelión de las máquinas? Los protagonistas lo ignoran. La cuenta de los siglos se ha perdido y la realidad no tiene origen.
Matrix también es ejemplar en el sentido de que, el empeño de los pocos por liberar a la gran mayoría, que ni siquiera sabe que vive en un programa de computadora, parece, en principio, extraño pues la vida de cada uno, no sólo en el sentido de las cosas a las que accede, sino incluso sus dotaciones personales, sus capacidades corporales, su belleza, son mucho mayores dentro de la matriz cibernética que fuera de ella. ¿Por qué liberarse entonces y qué podría significar una emancipación que disminuiría el potencial de cada individuo?

De manera muy notable, además, en el film los seres humanos poseen la corporeidad que corresponde a su especie -es decir, no tienen un agujero en el cuello para conectarse con las máquinas-, únicamente cuando se encuentran formando parte del sistema cibernético que los domina. La gente vive, trabaja, toma cafés, interactúa, transita por la vida cotidiana, sin saber que su existencia sólo sirve para alimentar los circuitos de Matrix, que, si permite la sobrevivencia de algún vestigio humano, lo hace sólo porque requiere a los hombres como input de información. Vivir, trabajar, caminar por la ciudad, cruzarse con los demás, he aquí, que el autor de la película nos dice que esos no son actos sociales, por más que los personajes así lo crean.
Asistimos, entonces, a una escenificación generalizada de la sorprendente descripción de la vida en el capitalismo realizada por Marx en los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844. Al trabajar, nos dice el filósofo, al realizar la actividad que debería humanizarlos, los hombres, por el contrario, se deshumanizan, se cosifican, y sólo cuando abandonan los contextos de la producción, cuando se recluyen en la soledad, sienten que son humanos. Una sorprendente inversión se realiza entonces. Lo social se contrapone con lo humano. Los individuos, como concluirá cientocincuenta años después Niklas Luhman, no forman parte de la sociedad.

La solución emancipatoria del Marx de los Manuscritos, es sabido, es una que él mismo abandonará después, a saber, que hubiese un tipo de producción, la creación de alguna suerte de objetos, que no dominen y nieguen a los hombres, sino, que por el contrario, les permitan realizarse como tales. Es el Marx de la estética, de la liberación humana por el arte. Objetivarse sin que las producciones sometan a su hacedor, humanizar la naturaleza logrando que el sentido-proyecto que habita primero en el cerebro del obrero, se plasme en la materia. Pero, a la vez, y sobre todo, que esa producción no regrese a cobrar venganza, no asuma vida propia, no se concatene consigo misma como un sistema y nos atrape en su red, en su matriz. Sólo el arte, con su constelación de objetos únicos e inútiles, áuricos, se ofrece como candidato a tal promesa.

Pero, en el capitalismo -un inmenso arsenal de mercancías-, los objetos tienden a proliferar, a repetirse y proliferar. La primera línea de El Capital, en efecto, resume y expresa una vivencia inédita en la historia, a saber, que hay muchas cosas, que el mundo se ha poblado inmensamente. ¿Cuántos violines tuvo realmente y pudo tener Pagannini, con cuántas guitarras cuenta Eric Clapton? ¿Cuántos vasos, pantalones, cuadernos, plumas, obras en las paredes había en las habitaciones de cualquier habitante de occidente en el año mil, mil trescientos o aún mil novecientos? La fastuosidad barroca de los altares de las iglesias mexicanas, el efecto de arrobamiento y seducción mística que pudiesen producir en los fieles con sus dorados retruécanos, sólo puede entenderse, quizá, bajo la consideración de que no existía, en ningún otro lugar terreno, ninguna acumulación semejante de objetos. No había entonces las grandes series de cosas disímbolas que pueblan una pared de WalMart, ni uno podría montar una exposición significativa de objet trouvé, porque los entes encontrables eran apenas un puñado. Hacer un cuadro con toda la significación de la sopa Campbells de Warhol, requiere que, el objeto representado-sacrificado-santificado, sea un habitante común de la vida cotidiana de todos. El mundo antes del capitalismo estaba prácticamente desierto. De ahí que las figuras de la riqueza lo fueran de la aglomeración de cosas. La fastuosidad estaba dada por la proliferación y la repetición de los entes. El tesoro era un cofre lleno y el palacio un lugar en el que, a cada paso, la vista recorría los perímetros de cosas diferentes. La experiencia de quien se siente hoy abrumado por la cantidad de estímulos que proporciona un museo o un supermercado, o bien cualquier ciudad mediana, estuvo reservada durante centurias a las élites dominantes.

La proliferación de los objetos, el vertiginoso poblamiento del mundo es el telón de fondo de las reflexiones marxistas sobre la enajenación y de las reconstrucciones artístico-narrativas sobre la vida en la sociedad moderna. De pronto las cosas, proliferando, van ganando espacios y empujando al individuo. Al mismo tiempo que la productividad capitalista supone y promueve una secularización acelerada, el mundo de los entes va siendo causa de una nueva incomodidad, de un nuevo misterio. Pero, ya no de una magia del tipo asociado a los antiguos dioses, sino de un poder oculto, vaciado de espíritus, mecánico, sistémico.
¿El sueño de la estética? Que hubiera otra relación del hombre con las cosas, ahora proliferantes, que los objetos consintieran en ser únicos, en mantenerse en la singularidad de su aislamiento de lo demás, en la claridad de sus fronteras bien delimitadas. Tal vez por eso la saña para acabar con Frankenstein o Drácula, para impedir su conexión con otras cosas, para que no formaran sistemas. Y no sólo por temor al poder de los objetos-entes no humanos agrupados, sino para conservar su valor, la unicidad de su narrativa, su mito y su leyenda.
Marx examinó las condiciones económicas que ocasionaban la increíble proliferación de objetos y los hilos de su imbricación en grandes sistemas. Pero lo que fueron comprendiendo poco a poco, primero los artistas y luego los científicos, es que las grandes acumulaciones de cosas -incluídas entre ellas los conocimientos mismos producidos por el hombre- pueden, en ciertas circunstancias lejanas del equilibrio entrópico, producir concatenaciones, órdenes, sistemas emergentes insospechados. Con la expresión "Order out of Chaos" resume el fenómeno el químico Ilya Prigogine.

La dinámica misteriosa de las grandes acumulaciones de entes, fue examinada, desde luego, por los teóricos que, en las primeras décadas del siglo XX, se interesaron en el fenómeno de la muchedumbre, de las masas. José Ortega y Gasset, Elías Canetti o Hermann Broch, trataron de descubrir la transfiguración de las pasiones humanas por efecto de la aglomeración de los individuos.

Mentes o impulsos colectivos nuevos e inéditos parecían surgir de maneras mecánicas, sin conexión alguna con el cuerpo artificial político que, producto de la decisión libre y soberana de los individuos, había previsto, por ejemplo, Jean Jacques Rousseau en El Contrato Social. La realidad nueva surgida del agrupamiento de la gente era política en un sentido urgente y demandante, pero no Ilustrado. Sin embargo, la narración de la rebelión de las masas, de su mecánica y dinámica, todavía alcanza a tener un asidero en el teorema básico de la filosofía moderna, en el sentido de que son las pasiones el motor de la acción humana. Y, aunque se busca precisamente saber lo nuevo que aporta al mundo el fenómeno emergente de lo masivo, la descripción se encuentra aun atada al vocabulario de la " naturaleza humana". La dificultad para pensar actualmente las emergencias surgidas de conexiones físicas masivas, radica en que, lo que sea el caso que surge del entrelazamiento de entes o conocimientos, en principio ocasiona dificultades para ser descrita con los términos que atribuimos al pensamiento humano.
La conexión creciente de las cosas produce acontecimientos inéditos, articulaciones insospechadas que, con frecuencia, dan la apariencia de efectos mágicos. Como si la proliferación concatenada de los entes estuviese dando lugar a un nuevo reencantamiento del mundo en el que, como en tiempos de la magia, las palabras o las acciones locales ejercidas sobre un modelo -un fetiche, un muñeco, una prenda- tuviesen consecuencias directas sobre la trama de un mundo, del que podría decirse, justamente, que se encontraría tejido y extendido sobre una trama, una estructura, un telar, unas cuerdas que conectarían todo con todo. Como si se hubiese dado una vuelta de más en la tuerca de la secularización y ahora las palabras, huídas no hace mucho del reino de las cosas, volvieran a amalgamarse con la materialidad misma de los seres. Y entonces sí habría conjuros específicos, combinaciones finitas de oraciones o letras, cábalas o mensajes genéticos -cadenas de cuatro letras- cuya sola enunciación podría ocasionar mutaciones en la textura del mundo. La proliferación concatenada de las cosas culminaría así en una nueva performatividad de los lenguajes, en un nuevo poder de las enunciaciones.
No es la magia de antes y su gestión - si fuera posible- estaría muy lejana del trato con los dioses. No estamos ante un éxtasis de lo sagrado, sino frente a una empresa de la razón científico-técnica. El proceder metódico, experimental, analítico primero y sintético después, concibe cuasitotalidades de las que se propone observar y crear, precisamente, el concepto del control, de la gobernabilidad. Porque producir grandes energías, modificar el clima, afectar las corrientes acuíferas o financieras, son todas cuestiones posibles y a la mano. Pero nadie podría enumerar todas las consecuencias que se derivarían de cualquiera de esos cambios, y nadie es capaz aun de elucubrar los cortes de lo real -la creación de trincheras cortafuego, como en los bosques- que permitirían la experimentación o la simulación seguras con la dotación del ser. En los científicos, tecnólogos y decididores más honestos, esta radical incertidumbre acerca del control y el gobierno de las cosas, comienza a nombrarse con el término "riesgo" definido por Niklas Luhmann, precisamente como lo que está más allá del cálculo de probabilidades.

Mientras esperamos a que el polvo, en el paisaje de la batalla, por fin se asiente y la lechuza de Minerva levante su vuelo para elaborar las actas, conceptos y síntesis del espíritu -el filósofo, el último de los hombres- creaciones artísticas como Terminator, Mad Max o Matrix se asoman al futuro desde el límite del presente y comienzan a hablarnos de la experiencia de vivir en un mundo, en el que los objetos han proliferado hasta articularse y las máquinas -físicas, cognitivas y lógicas- hace tiempo que nos cuentan como un dato más en la textura de su matriz.

En un mundo muy lleno, saturado, en el que todos los espacios comienzan a estar copados, tal vez sea verdadera la sospecha de Albert Camus, al comienzo de El Hombre Rebelde, en el sentido de que, en nuestra época, todo actuar significa dar la muerte. Hacer morir sería el destino de nuestro hacer, si ya no hubiera posibilidades de expansión, si se hubieran cancelado todos los sitios donde huir, si la humanidad hubiera sido lanzada fuera de lo social y ya ni hubiera sitio para un último refugio. Resulta crucial, para aprehender justamente la experiencia del vivir contemporáneo, comprender que el acto criminal de los sistemas -la rebelión de las máquinas que, como en Matrix o Terminator borra el recuerdo mismo de dicha insurrección y de los hombres que fueron sus víctimas- es una eventualidad maquinística, una secuencia inercial de procesos, lejana de todo antropomorfismo, de toda veleidad estética. No se trata exactamente de un sueño de la razón, sino de un soñar ya sin sujeto ni para ninguna mente soñante. Nuestras dificultades para pararnos frente a fenómenos que se rehúsan a ser descritos como pertenecientes al ámbito de lo humano, fueron examinadas brillantemente por Stanislav Lem en su novela clásica Solaris.

Se dirá, quizá, que la cinematografía y el arte contemporáneos tienden a realizar extrapolaciones apocalípticas, cuando examinan las posibilidades abiertas por las ciencias y las instituciones sociales actuales; que, a pesar de todo, las grandes acumulaciones de objetos y de saberes elevan el bienestar potencial de la humanidad. Ello es cierto, en buena medida. Pero la alerta que lo artístico enarbola, en relación a las derivas posibles de la coyuntura humana, responde a una sabiduría, a una inteligencia que la filosofía materialista, mucho antes que los teóricos actuales de los sistemas complejos, puso en juego al comprobar que las acumulaciones de objetos, fuerzas y azar, podrían dar lugar a realidades emergentes insospechadas. Lo que la cinematografía hoy subraya, es lo que ya habían observado Epicuro o Lucrecio, a saber, que no hay nada en las combinaciones de elementos que hoy producen realidades buenas y manejables, que haga que las cosas continúen establemente así; que, si bien podemos llegar a desvelar las reglas de las combinatorias que han producido hasta ahora el mundo -la reconstrucción del genoma humano, por ejemplo- ello no elimina el fundamento azaroso de la legalidad misma, ni la posibilidad inaudita de que las mismas normas naturales cambien. "Las más grandes estabilidades, observa el último Louis Althusser, están asediadas por la inestabilidad radical".*
Así, no es que el arte elucubre con que las máquinas podrían sublevarse, sino que quizá la rebelión ya haya tenido lugar.

REFERENCIAS
1. Louis Althusser, "Le Courant Souterrain du Matérialisme de la Rencontre", Écrits Philosophiques et Politiques, 1a edición, París, Éditions STOCK/IMEC, p. 583.